Sofía era una gigante labradora dorada, había adquirido la ternura y simpleza de su dueña. A T y a mí nos acompañó durante toda nuestra historia de amistad. Todavía recuerdo las primeras veces que T me invitaba a jugar a su casa y yo tenía que tomar aliento para atreverme a abrir el portón pese a los ladridos desaforados de Sofía. La miraba a T hablarle y abrazarla y me sentía extraña, nunca tuve perro y semejantes manifestaciones me desconcertaban. Si iba a dormir a lo de T, Sofía también se quedaba con nosotras. Con el tiempo, se ganó todo mi cariño, y alguna vez, recuerdo sorprenderme a mí misma por encontrarme acariciándole el lomo, o incluso la cabeza. De chicas, todas disfrutábamos de correr con ella y tirarnos en el pasto, después empezamos a disfrutar de su compañía en nuestras largas conversaciones de invierno, se tiraba a nuestros pies, y participaba en silencio. Sí que la queríamos a Sofía. Abrir la puerta y esperar su bienvenida, esquivar su cuerpo pesado, y acariciarle un poco el lomo cuando se revolcaba por el pasto. No entiendo mucho de perros, ni de qué siente uno cuando pierde a su perro, y por eso me siento inútil. Ayer, después de quince años, a T se le murió Sofía. Y a mí, desde mi inexperiencia sobre perros, sólo se me ocurre dedicarles un post a ellas, a Jackie, a T, y a Sofía.
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4 comentarios:
Siempre tuve un perro para descargar en él, mediante golpes, todas mis frustraciones (C.Tanco).
Pero la compañía que nos puede dar este animal, no nos la puede dar nadie…, ni siquiera un humano.
La apunto en mis deberes: tener un perro.
Eres buena amiga.
eimb, cómo olvidarlo, casi muero del impacto mientras decía eso, je. Al, te imagino con un perro. El otro yo, la buena amiga es ella, por eso el post.Me acordé de tu cuento.
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