jueves, 30 de agosto de 2007

Historia de pelotas

El episodio más insólito de mis intentos de tenista ocurrió cuando yo pesaba no más de veinte kilos, y medía casi tanto como la red. Sospecho que ese día habría recibido energías bonificadas, porque si por mi fuerza se tratara no hubiese ocurrido lo que aconteció.
Nuestro instructor se llamaba Marcelo, recuerdo (quién, gracias al cielo, hace tiempo decidió partir para Francia). Tenía unos cuarenta y pico de años y era padre de tres niños hasta aquel momento (y sospecho que hasta siempre). Vicky y yo lucíamos unos paquetísimos equipos (la principal herramienta que papá había utilizado para persuadirnos de compartir su afición tenística): falda azul oscura, remera blanca y championes blancos y azules. Todo el equipo combinaba (admito que el recuerdo de aquella pequeña falda aún me produce fascinación). El hombre se paraba de un lado de la red y nosotras del otro. Nos lanzaba las pelotas y nosotras se las devolvíamos- una vez Vicky, y otra vez yo. Así transcurrían todas las clases con el señor Marcelo. Sobrias, y quizá- confieso- un poco aburridas. Pero en una de aquellas clases, y con aquel hombre, viví el episodio que marcó para la eternidad mi historia en el deporte de blanco.
Un martes de primavera (a la estación atribuyo mis energías excesivas de aquel día) devolví las pelotas con tanto entusiasmo y tal puntería que a una la hice aterrizar – seca, sin siquiera picar antes- en el territorio privado de la anatomía del señor Marcelo.
Pero lo más traumático del episodio no fue lo sucedido, sino que la reacción que aquello provocó. El hombre se cubrió su zona golpeada y se dedicó a exteriorizar su dolor con alaridos. Yo miraba a Vicky – dos años mayor- en son de auxilio. Pero mi hermana con una expresión perpleja, se mantenía muda. Ni siquiera respiraba, movía la cabeza para mirarme (inmóvil, de un lado de la red), y luego la volvía a él (del otro lado de la red) quien ya había tirado su raqueta al suelo para poder cubrirse la zona lesionada con las dos manos. Fue un instante eterno. Juro que pocas veces había escuchado yo gritar a alguien con tanto ímpetu como lo hacía aquel hombre, y con tan poco disimulo frente a su verdugo. Quizá por mi condición femenina no era yo capaz de poder vivir con suficiente compasión el momento doloroso que el individuo atravesaba. Me preguntaba cómo hacer para remediar el asunto, y confieso que temí haber asesinado al serio y sofisticado Señor Marcelo de un pelotazo en los genitales.

P.D.: Hasta que por fin un día el instructor partió al Hemisferio Norte, tuve que soportar, en cada una de las clases, a mi hermana susurrarme al oído- y entre carcajadas- que tuviera cuidado con la fragilidad de ciertas zonas en la cancha del señor Marcelo.

lunes, 27 de agosto de 2007

Perro que ladra no es ñandú


Paula es el ñandú de la estancia, reside allí desde hace años y, por andar con compañías equivocadas, en el último tiempo se convenció de que es un perro. Cuando llegamos al campo corre a recibirnos, cuando salimos a caballo nos sigue, cuando nos tiramos a leer, se echa a nuestros pies. Lo único que delata su verdadera especie es que come todo lo que ve, y que todo lo que come se ve; la última vez, le vi circular a través de su cuello – fino e interminable- la silueta de un palillo de colgar ropa.

Por eso Coppelia

Hoy recordé la primera vez que pisé un escenario. Estaba feliz mientras bailaba. Tenía ocho años, y fui Coppelia. Alguien lo supo antes que yo.



P.D.: La imagen es de Gettyimages.