
A veces siento que voy a explotar en silencios. Desde muy chica tuve la convicción de que un secreto sólo sobrevive como secreto si no se repite ni en un eco. Basta con decirlo en voz alta para que deje de ser secreto. Por mi devoción a esta teoría tengo una lealtad exacerbada hacia los secretos. Y supongo que por eso, por una larga trayectoria de silencios, cada vez es mayor la cantidad de información secreta que recibo.
Lo que me di cuenta es que con el tiempo, la intensidad de los secretos aumenta. De pequeña sabía de quién gustaban todas mis amigas, todas se atrevían a contarme el secreto, después las informaciones se hicieron más jugosas, los secretos tenían siempre un tinte de diversión, de complicidad. Padecí aquellos momentos de cruzamiento, de saber cosas por dos lados, de tener que pedir por favor que no me lo contaran antes de escucharlo, explicar que la contraparte ya me había dado el punto de vista y que no era ético recibir entonces el que ahora me ofrecían (nunca acepté aquello de indagar en parejas ajenas). Pero todo era bastante colorido, telenovelesco diría.
Sin embargo, a medida que pasa el tiempo los silencios engordan. A veces los silencios despiertan dilemas éticos, a veces el silencio y las amistades van unidas de la mano. Otras, la verdad es la que va unida a la amistad. Cuándo callar, y cuándo hablar. A veces el silencio aturde. Y sin embargo, hay que callar.